La devoración del hombre por el hombre,
como ritual característico de la etnia originaria de los tupíes en un Brasil
anterior a la invasión portuguesa, estaba cargada de un significado espiritual
referido a la trascendencia del ser. A través de la ingestión del enemigo
vencido creían los tupíes que era posible asumir su vitalidad, su energía, su
fuerza, su esencia. De ahí la utilización del ritual antropofágico como
apropiación de lo ajeno. “Sólo me interesa lo que no es mío”, diría
efectivamente Oswald de Andrade en su Manifiesto Antropofágico, la metáfora
modernista.
En dicho manifiesto, que da nombre a una
práctica cultural que, a mi entender, permite la armonía entre el mantenimiento
de la tradición y la innovación propia de un contexto de globalización
hegemónica, se plantea un entendimiento de un nosotros brasilero y un
reconocimiento de una otredad europea, personificados en las figuras del indio
y el conquistador respectivamente.
El contexto es antropofágico. La escena
que se presenta es una en la que existe una pugna a causa de las divergencias
existentes entre nosotros y el otro. Dos formas distintas de relacionarse con
la realidad circundante, dos discursos que se desmienten mutuamente. Por un
lado el racionalismo, por otro el cosmogonismo; por un lado la ciencia, por
otro el oráculo; por un lado el iluminismo y la modernidad, por otro la magia.
“De la ecuación yo parte del cosmos al axioma cosmos parte del yo”; del indio
que vive en armonía con la tierra, “en comunicación con el suelo”, al
conquistador iluminado dominador de la naturaleza para el beneficio de su
especie.
El indio antropófago devora al
conquistador, devora las catequesis. Pero hace del conquistador algo propio. El
cristianismo surge en Roma, pero “hicimos que cristo naciera en Bahía o en
Belem do Pará”.
La antropofagia vendría siendo entonces
un arma selectiva que permitiría la asimilación crítica de ideas y modelos
importados. El antropófago lo devora todo, digiere, asimila, y sólo incorpora
lo que le es útil, aquello que no corrompe su identidad, destruyendo todo lo
demás.
Devorando somos capaces de alimentarnos
de las conquistas de la civilización moderna como apropiación y no como
imposición externa. No seremos catequizados sino que haremos del cristianismo
una versión propia, involucrada con nuestra cosmogonía y no con meta relatos eurocéntricos:
“Contra las historias del hombre que comienzan en el Cabo Finisterre”.
Las reproducciones de los contenidos
importados no serán exactas imitaciones sino re-creaciones pasadas por el
filtro de la propia versión. “Nunca fuimos catequizados. Lo que hicimos fue un
carnaval […] la transformación del Tabú en Tótem”. Aquello que atemoriza al
extraño no es vergüenza de nuestra raza; la magia no es más un tabú, es un
tótem. Las prácticas originarias de nuestros aborígenes no son inferiores a las
del hombre blanco europeo, son diferentes porque a nosotros no nos es propia la
racionalidad moderna, tenemos la comprensión mágica y oracular, cosmogónica, de
la realidad, sin ideas objetivadas.
La antropofagia propone el
reconocimiento de nuestra identidad en los tabúes codificados por el lenguaje
racionalista: “La justicia, codificación de la venganza. La ciencia,
codificación de la magia […] la política que es la ciencia de la distribución”.
Lo que fue un tabú ha sido renombrado.
Sin embargo, para el autor, el antropófago debe tener en cuenta que lo que el
conquistador trajo ya existía en nuestra tierra pero con carácter propio: “ya
teníamos la política […] ya teníamos la lengua surrealista […] el comunismo […]
un sistema social-planetario”… Hemos aprendido la lengua europea, con sus
definiciones que son distintas a las nuestras y que han querido sustituir las
viejas nociones por unas importadas. Debemos devorar críticamente esas nuevas
nociones. Debemos antropofagarlas. El proceso debe ser violento, como el tupí
que devora a su enemigo vencido, no pasivo como aquel que acepta la catequesis
en detrimento de su propia creencia. No se trata de dejar la magia como tabú y
totemizar la ciencia, se trata de totemizar a la magia como parte de nuestra
identidad.
El progreso no debe ser evaluado bajo
premisas que nos son ajenas. Antropofágicamente habría que aprovecharse de los
avances que nos son necesarios. Alimentarnos de ellos como el antropófago, no
como el caníbal que devora por gula. Entender la ciencia como un instrumento,
no como un fin, cayendo en “el olvido de las conquistas interiores”; la
política como “la ciencia de la distribución” y no de la dominación, como
quisieron enseñarnos.
En esto consiste la antropofagia,
devoración del otro para lograr lo propio.
Ahora bien, en un contexto como el
actual en el que la globalización ejerce tanta presión, hay una variedad de
elementos que considerar mientras que el rito antropofágico parece hacerse cada
vez más necesario.
Actualmente pareciera que el proceso de
transculturación de los pueblos latinoamericanos se produce de una manera mucho
menos violenta en comparación con lo ocurrido a raíz de la conquista del
continente en el siglo XV. En aquella oportunidad los mecanismos de dominación
ideológica pasaban en un primer momento por ser militares; la exterminación era
en gran medida física. Hoy en día, por el contrario, los mecanismos han
cambiado y de la utilización de las armas los conquistadores han pasado a la
utilización de las telecomunicaciones.
Hoy no son el oro ni las tierras de los
indios lo que enriquece al primer mundo, sino la dominación de sus mercados. Y
esta dominación no es lograda ya bajo los preceptos de la compañía Güipuzcoana
y unos cuantos colonos en tierras de América, sino a través de la propagación
de unas aspiraciones que atienden a un modelo de consumo y que dictan la
hegemonía cultural de occidente.
Esta hegemonía cultural consiste en la
imposición del modelo socio-productivo capitalista, el cual, a pesar de estar
ya implementado a nivel planetario, necesita de todo un aparato ideológico que
debe estar en constante movimiento, en una constante acción de conquista de la
disidencia. El sistema capitalista trabaja en función de la creación de nuevas
necesidades que cubrir con nuevos productos que lanzar al mercado para la
acumulación de riqueza. Su hegemonía se fundamenta en la colonización, ya no
física sino psicológica.
El modelo de vida hegemónico por
excelencia de nuestros tiempos es el estadounidense, la globalización se
encuentra hegemonizada por sus grandes tanques de pensamiento, encargados de
difundir e inculcar a las poblaciones del mundo los preceptos de la sociedad de
consumo.
Este es el nuevo enemigo de los tupíes.
El escenario deformado de la conquista. Ya no vemos al indio y al colono, sino
a un latinoamericano occidentalizado manteniendo una racionalidad que le ha
sido inculcada como la catequesis, la catequesis de la sociedad de consumo. Y a
un “colono” norteamericano encargado de catequizarlo desde el departamento
creativo de una empresa de publicidad.
El bombardeo ya no es con cañones de
acero sino con una nueva artillería que ataca a través de los medios masivos de
comunicación y cuyas municiones parecen estar compuestas de Blackberrys.
Los latinoamericanos hemos dejado de
comportarnos como antropófagos de los “importadores de conciencia enlatada”
para convertirnos en caníbales de una cultura extraña. La consumimos sin
mediaciones, sin el proceso deglutido de la antropofagia que implica criticidad
a la hora de la asimilación. Ya no destruimos nada, no masticamos, nos tragamos
lo que nos ofrece la bruja de Hansel y Gretel como si de una pildorita se
tratara, tragando sin preguntar.
¿En qué momento nos convertimos en los
glotones que somos? ¿No habría acaso que reivindicar la práctica antropofágica?
¿No nos ha destruido ya demasiado un modelo de consumo insostenible? ¿En qué
parte del camino dejamos de lado la armonía con el cosmos, la “comunicación con
el suelo”? ¿Por qué dejamos de tener conciencia de nosotros mismos y empezamos
a creernos otros?
Los tupíes nos reclaman. Exigen que
volvamos la mirada y recordemos como era cuando sabíamos quiénes éramos.
El problema no es la globalización, el
problema no es el Blackberry; el problema es que no sepamos asimilarlos
antropofágicamente. Podemos deglutirlos y tomar de ellos sólo lo que nos sea
necesario, sin gula, destruyendo de ellos lo que nos corrompe o terminaremos
sufriendo tal indigestión a causa de tanto plástico y tanto maquillaje que va a
ser difícil que podamos comer otra vez.
No tiene ningún sentido que nos
traguemos tan fácilmente el sistema de quienes han querido negarnos y borrar de
nuestras memorias todo aquello que no sirva a sus propósitos. Del indio sólo
conservan lo exótico, materia prima de alguna producción estética que más tarde
compraremos.
No tiene sentido tampoco que en un afán
de negar al otro nos cerremos a ciertas producciones que realmente nos pueden
ser beneficiosas. La antropofagia es el equilibrio entre la negación y la
completa aceptación. Es el reconocimiento de la identidad, del nosotros y del
otro.
Las tendencias importadas no hay por qué
negarlas. Tanto en la tecnología como en el arte cada vanguardia es el producto
de un largo proceso de análisis y entendimiento del objeto. Un ejercicio
antropofágico sería devorarlas y tomar de ellas aquello que puede servirnos sin
desplazar la propia interpretación de ese mismo objeto. Porque si bien es
cierto que toda creación surge de la imitación, si sólo imitamos no creamos
nada.
La antropofagia es mixtura crítica. Es
reconocimiento del otro para la delimitación del yo.
Pareciera que en la actualidad no hay
forma de cerrar las fronteras culturales. Las telecomunicaciones son capaces de
permearlas. La globalización, sin embargo, no debería ser causa de la pérdida
de identidad, después de todo, nosotros también podemos crear productos de
exportación. El problema de la globalización hegemónica está basado en que no
existe una globalización contra hegemónica. Hablando específicamente de
Latinoamérica, existe un inventario demasiado reducido de exportaciones a nivel
de creaciones culturales. La causa: el canibalismo que nos ha sometido. Sólo
tragamos y no creamos. Y si lo hacemos son (con importantes excepciones)
vulgares imitaciones del otro.
Pero para ser capaces de crear debemos
ser capaces de reconocernos. Fusionando y tomando formas importadas ¿por qué
no? Pero conservando lo que nos es propio.
Ahora bien, habría que tener en cuenta
el riesgo existente en el ejercicio de la antropofagia si llegara a perderse el
horizonte de lo que significa apropiarse de algo ajeno para convertirlo en
propio. En este proceso de hibridación que significa la antropofagia no puede
faltar el espíritu crítico. De ser así podríamos caer en aquello que Jameson
(1991) llama el pastiche, característico de la creación posmoderna. Una
hibridación descuidada y acrítica, despolitizada, en la que se mezcla todo con
todo sin un criterio específico de filtración, sin el ejercicio verdadero de la
antropofagia; sin una preocupación por lo tradicional más que a nivel
nostálgico, sintomático del la idea del fin de la historia, del posmodernismo,
del “historicismo, o sea, la canibalización al azar de todos los estilos del
pasado” (Jameson 1991: 37).
Es una reflexión tal vez obvia pero
necesaria, el que incluso la antropofagia debe ser algo propio y no impuesto.
Quien está encargado de seleccionar lo que va a ser devorado es el propio
antropófago, y ese es uno de los problemas que existen hoy en día con la
libertad. ¿Quién elige lo que vemos? Sin duda alguna aquello que trasciende a
los contenidos, igual que a los meta relatos, está supeditado a un orden social
de dominación y debemos ser capaces de antropofagar incluso esa ideología que
subyace lo aparente.
Sin embargo, no parece insensato
preguntarse si la antropofagia no será un proceso demasiado racional como para
ser llevado a cabo masivamente. Tal vez el hombre haya demostrado ser muy
hedonista, muy caníbal como para poder concientizar un proceso tan trascendente.
¿Pero será toda la humanidad en su conjunto o la civilización occidental la que
sufre de este cáncer? ¿No será más bien que ese hedonismo ha sido inculcado por
la hegemonía capitalista? Ahora que la transculturación ha alcanzado tal
profundidad, que la memoria colectiva se ha perdido en el inconsciente; ahora
que el cordón umbilical que nos unía a la madre tierra, a la armonía con el
cosmos ha sido cortado de raíz, ¿podrá la vacuna antropofágica surtir algún
efecto? Quizás no pueda ser una solución pero pueda servir simplemente como una
forma de enfrentar el cáncer.
(*)Por:
Soc. Paola Pascarelli
Caracas,
Venezuela
passcarelli@gmail.com
Bibliografía
ANDRADE,
Oswald De. “Obra Escogida” Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981.
JAMESON,
Fredric. “Ensayos sobre el posmodernismo” Ediciones Imago Mundi, 1991.
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